Crisis de violencia en la Macrozona Sur: un Gobierno bajo presión
La Moneda no ha logrado desplegar ni la escalera larga (la vía política) ni la cortita (el camino de la seguridad) para desactivar un conflicto que crece y se complejiza con las horas. La presión transversal empuja hacia lo que parece inevitable: el Estado de emergencia a secas.
- T+
- T-
El conflicto en la Macrozona Sur se complejiza con las horas. Si bien la violencia política en La Araucanía y las regiones comenzó en 1997, con la inicial formación de la CAM, en los últimos años ha recrudecido no solo en número de hechos violentos, sino que en su magnitud. Quedó en evidencia esta semana, el martes, cuando un grupo de encapuchados atacó a un grupo de trabajadores mapuche de una forestal, con un muerto, junto con el ataque a una base de Carabineros, nuevamente por una decena de encapuchados.
Si bien la demanda histórica del pueblo mapuche sigue siendo la restitución de tierras, los motivos se han sumado. Actualmente, a diferencia de lo que ocurría hace 25 años, existe una nueva generación que ha tomado la vía insurreccional ante asuntos como los propios presos mapuche (que no superarían los 100). Los fenómenos se superponen. No todo el pueblo mapuche está por el camino violento, como lo comprueban los 17 convencionales que han apostado por una salida institucional y política.
Como decía el viejo líder socialista, Clodomiro Almeyda, en política se requieren dos escaleras, como la canción centroamericana: una larga y otra cortita. El problema del gobierno radica en que tampoco ha desplegado la escalera larga –la del diálogo, la de la política, la de apuntar a los grupos institucionales para aislar a los violentistas–, porque justamente no ha existido habilidad política.
Pero entre los que ejercen la violencia –que siguen siendo una minoría, aunque ni siquiera resulta posible cuantificarlos, porque algunos de estos grupos no tienen siquiera conexión con alguna de las cerca de 3.000 comunidades mapuche que existen en Chile– se han infiltrado asuntos como el narcotráfico y el robo de madera. Este tipo de delitos estaría tensionando, incluso, el interior de los propios grupos insurrectos, porque su penetración sería diversa, poco homogénea.
Hoy, los grupos violentos no son los de antes y se multiplican, por delante de las fuerzas políticas y policiales. A diferencia de hace 25 años, a su vez, la complejidad del conflicto ha provocado que, hoy en día, en La Araucanía y las regiones aledañas se esté dando con mayor frecuencia el enfrentamiento entre las mismas comunidades mapuche que se diferencian en su forma de enfrentar las diferentes demandas. Los dirigentes mapuche dialogantes –alguno de los cuales son incluso empresarios contratistas forestales– son tratados de traidores. Las amenazas a los líderes históricos se comienzan a hacer frecuentes. Es un camino peligroso.
Los complejos
El gobierno de Gabriel Boric se muestra confundido y bajo presión. Pese a todas las reticencias iniciales y a su propio programa para llegar a La Moneda, donde se empujaba la llamada desmilitarización de la zona, el nuevo Ejecutivo ha tenido que echar mano a la misma estrategia del gobierno anterior, es decir, a los militares, para intentar controlar de alguna forma la escalada de violencia.
Resulta evidente que la crisis en seguridad, pero sobre todo en la zona sur, está siendo uno de los elementos centrales de la caída de popularidad de un gobierno que, como oposición, fue especialmente crítico a las medidas adoptadas en el último cuarto de siglo.
Si bien existe cierto consenso en que el estado de emergencia no resuelve el problema de fondo, el gobierno parece haber llegado a la conclusión que ayuda a enfrentar de mejor manera la violencia que diariamente vive la población en las zonas afectadas.
El estado de emergencia “acotado” que comenzó a regir la semana pasada en La Araucanía y en dos provincias del Biobío se tomó bajo serias tensiones al interior de los dos bloques oficialistas, el eje PC-FA y el Socialismo Democrático.
El gobierno quedó sin una línea política clara ante el conflicto, porque no solo terminó decretando un estado de emergencia que rechazaba en sus orígenes, sino que, encima, lo hizo a contrapelo.
La misma decisión del Presidente Boric de no querellarse por las amenazas del líder de la CAM, Héctor Llaitul, muestran que los complejos en materias de seguridad no han desaparecido.
Es la escalera corta: la de la seguridad. Pero como decía el viejo líder socialista, Clodomiro Almeyda, en política se requieren dos escaleras, como la canción centroamericana: una larga y otra cortita.
El problema del gobierno radica en que tampoco ha desplegado la escalera larga –la del diálogo, la de la política, la de apuntar a los grupos institucionales para aislar a los violentistas–, porque justamente no ha existido habilidad política.
El subsecretario Manuel Monsalve, que debe conocer la frase de Almeyda, se ha enfocado en su cargo al control del orden público. Las carteras que tienen la misión de buscar las vías de fondo, las que el mismo gobierno se impuso como meta, son el Ministerio del Interior y Desarrollo Social. Las razones para no hacer política son infinitas.
La renuncia del abogado constitucionalista mapuche Salvador Millaleo al gobierno a fines de abril –fue el redactor del programa presidencial en materia indígena, militante de Revolución Democrática– fue la primera señal de que el Ejecutivo estaba torciendo los rumbos originales.
Compra de tierras
Actualmente, no resulta evidente saber dónde están los cerebros de la estrategia mapuche, los expertos, los entendidos, los que tienen llegada con las comunidades.
Si bien al comienzo del período habría habido incluso determinados contactos con algunos grupos insurrectos, los lazos se habrían cortado.
Lo mismo con los sectores institucionales, que, con las medidas adoptadas –el estado de excepción con letra chica–, han sufrido un fenómeno parecido al de otros grupos sociales: la caída de las expectativas. El gobierno, hoy por hoy, no tendría ni siquiera una conversación fluida con los convencionales mapuche, como Rosa Catrileo, que se ha instalado como la gran revelación política de esta última etapa entre los escaños reservados.
Ni la escalera larga ni la cortita. El gobierno echa mano a una vieja política, la de compra de tierras, con una cantidad de dinero que parece reducida para las demandas actuales: unos 30.000 millones de pesos.
En La Moneda se conoce la experiencia del ministro Alfredo Moreno que, en el gobierno anterior, en un esfuerzo genuino reconocido por diversos sectores, se acercó a una salida al conflicto, no antes de estar meses en un minucioso trabajo de conocimiento de la cultura política mapuche y de construcción de confianzas. No es lo que, precisamente, se advierte hoy en Palacio.
Como en otro orden de cosas, la apuesta sigue siendo la constituyente y el plebiscito del 4 de septiembre, donde la actual administración se juega buena parte de su éxito.
En el gobierno de Gabriel Boric se sigue confiando en que el nuevo texto constitucional, de aprobarse, sería la principal vía para canalizar el conflicto, porque evidentemente reparte el poder hacia los pueblos originarios (mucho, a juicio de los críticos). Parece, nuevamente, una apuesta arriesgada. Porque, ¿qué estrategia se utilizaría de ganar el rechazo, como vaticinan hoy las encuestas? No hay respuesta a la vista.